Algo me dice que estamos hechos de palabras. Una vez leí que
Jorge Larrosa citó a Aristóteles: “el hombre es un viviente de palabra” (zoon
logon). Cuando me preguntan quién soy me lo preguntan con palabras y yo
respondo con mi nombre que, además de ser mi nombre, es una palabra. Andre
Martinet decía que cada idioma es una visión del mundo. Recuerdo que un
conocido, paraguayo él, me contó que en guaraní, cuando uno quiere decir
“amigo”, lo que dice es “mi otro corazón”. Las palabras con las que me nombro y
nombro al mundo vienen de España, que a su vez las tomó del latín, que a su vez
las tomó del griego. En fin, las palabras son una curiosa invención humana que,
por una ecuación hermosa, terminó siendo una curiosa invención de la palabra.
¿Qué es esto de remontarse al pasado como un barrilete que viaja hacia atrás y
reconstruir nuestra identidad académica? ¿qué es esta consigna que se me ha
dado? /Me pregunto por qué rayos no
acabé de leer la autobiografía académica de Van
Dijk, al menos tendría a quién imitar/¿quién soy yo en relación a la
academia? ¿qué puedo traer de un lugar/¿lugar?/ que ya no existe? El principal
problema del pasado es que ya no existe. Pero yo voy a jugar a que puedo decir
algo cierto acerca de lo que pasó y que, esos acontecimientos, ciertos y ocurridos,
tienen relación conmigo sentado escribiendo estas palabras. Mi arma es mi
memoria atravesada por la palabra (supongo que un sapo también tiene memoria).
Tomo este arma, la coloco con levedad en mi sien, las sinapsis hacen lo suyo
para que yo explote de placer y, ahora sí, una vez expresada la imposibilidad
de la empresa, me sumo al rebaño de hermosos humanos que intenta explicarse.
Me define la contradicción, la paradoja, incluso, a veces,
el sinsentido. Por empezar, ¿por qué estoy en este banco universitario en lugar
de estar besando una mujer mientras me envidian los extraterrestres, o contando
un cuento a un niño enfermo, o escuchando las preguntas de mamá? Yo no elegí ir
al jardín, a mí me fueron al jardín. Recuerdo que una vez lloré (no era real el
llanto, me parecía que llorar era lo que correspondía, por eso lo hice), otra
vez una compañera (María Belén) me tironeó de los pelos y no atiné a
defenderme, pero llegó María Luz y me salvó (ahí aprendí que la luz es algo
hermoso y cuando llega salva, y me enamoré de todo lo que fuera luminoso. Pero
también sé, por eso, que, como canta Drexler, “no es la luz lo que importa en
verdad, son los doce segundos de oscuridad”). Una vez vi una obra de títeres en
la que los títeres interactuaban con el público (nosotros, los niños) y, además
de esa belleza y el tironeo del pelo, recuerdo que una vez me pusieron en
penitencia por algo que yo no había hecho. Creo que tengo un buen resumen (mi
macroestructura del texto “jardín de infantes”es hartosubjetiva):
-llegada de la soledad y la noche
-salvación a manos de la luz (que tiene manos de mujer y
ojos como corteza de árbol)
-penitencia injusta y, a la vez, aceptada y cumplida por mí,
sin ningún tipo de resistencia externa
En la primaria me sentí cómodo, siempre aprendí con
facilidad (cuando digo aprendí me refiero a aprobar los exámenes), salvo en
matemáticas y otras cosas que llevan números (como llevar la cantidad necesaria
de dinero como para no pasar hambre en los recreos). En segundo grado tuve una
especie de pre pánico adelantado, temiendo que, quizá, en tercer grado, yo
sería el único que no aprendería a escribir en cursiva. Llegó tercero y ni me
di cuenta, pero aprendí al mismo ritmo que la mayoría de mis compañeros. Me gustaba
escuchar y leer historias. No me hicieron leer mucho que yo recuerde, pero
disfruté y cumplí las pocas lecturas literarias que me tocaron. En matemáticas
siempre zafaba de algún modo. Yo parecía lo que se dice buen chico, entonces las maestras me consentían
y creían que cuando no llevaba hecha una tarea era por alguna extraña y justificada
razón que, a ellas, les parecía evidente. Sólo dos maestras me reprocharon no
haber llevado una tarea (una tarde improvisé un extensísimo trabalenguas porque
no había llevado el que debí, pero era tan largo que la maestra lo notó y me
retó mucho delante del curso-buenas tardes señorita ana maría). Me gustó mucho hacer la primaria, me enteraba
de informaciones que me llenaban la curiosidad y me daban placer. Por esas
épocas empecé a creer, de a poco, en el cristianismo.
Hice la secundaria en una escuela pública en decadencia. Eso
me agrada. Lo haría de nuevo, aunque tampoco yo elegí esa escuela. Iba a ir al
Instituto la Santísima Trinidad, pero no alcanzaba la plata para recibir una
supuesta buena educación. En esta etapa me convertí a la fe evangélica y gran
parte de mi amor por el conocimiento, por las palabras, por el saber, lo llevé
hacia ese lugar (me gusta la palabra lugar, como si hasta las ideas fueran un
sitio que uno habita). Leí mucho tiempo la biblia y libros de teólogos y gente
así. Debo agradecer a dios (en caso de que exista) el hecho de que mi hambre
existencial (aún no saciada, lo cual tengo por una hermosa alegría) me llevó a
buscarlo a él y enamorarme (apasionarme se diría en portugués) de los libros,
de las historias, de la gente que tiene palabras para decir. Así pude comenzar
a desarrollar mi universo (wittgesttein lo dice, creo, así: “los límites de mi universo son los límites de
mi lenguaje”). Hasta el día de hoy, mi padre nunca me ha comprado un libro,
pero es interesante que una de las maneras en que los cristianos se refieren a
dios es “padre”. Mi papá no es de contarme muchas historias, de llenarme de
letras, pero es interesante que parece que Cristo dijo de sí mismo “yo soy el
alfa y la omega” (primera y última letra del abecedario griego). Supe, también en gran parte gracias a la
secundaria, que me gustaban la literatura y la filosofía. En la universidad nos
enseñan a ser críticos respectos del sistema educativo, de la institución
escuela, y eso es algo que me agrada, pero, a la vez, yo sé por mi propia
vivencia que, sin la escuela, yo hoy estaría trabajando por 16 pesos la hora, o
mirando televisión. Yo soy yo y elijo mi vida, pero la escuela ha sido una
herramienta poderosísima en la fabricación de mi universo. Es más, para ser
crítico de la escuela, uso las herramientas que, en gran parte, ella me dio.
Al terminar la secundaria, estudié un año de teología en un
instituto protestante de la provincia de Buenos Aires.
Como quería ser un escritor cristiano, entré a lo más parecido
que vi: el profesorado de lengua y literatura. En el camino, me encontré con la
filosofía y se me cayó la fe como se deja de querer a una novia que uno ha
amado con los huesos al viento. Me convertí a las palabras. Ahora soy palabras,
como dije al principio. Además, desarrollé mi amor por la literatura. Me volví
un animal escribiente, una cosa diciente. Todavía no entiendo la gramática que me
enseñan acá, todavía no lograron volverme oficialista, todavía no me decido a
recibirme, pero, por alguna razón, insisto en frecuentar estas aulas, acepto
trabajos insólitos para seguir estudiando, descubrí que la docencia es un lugar
en el que habitaré con naturalidad (porque es una manera más de concretar algo
que llevo como estilo de vida), etc., etc. Creo, también, que me gusta la
teoría literaria y algunas cosas que se enseñan en materias como ésta. Pero
sólo es una suposición; en el camino veré si estoy diciendo algo coherente.
Me hiciste leer muuchooo en un día como hoy harto de lectura y de diseño° Ya patino al filo del sueño y los párpados se me enojan: se pelean conmigo, ¡atrevidos! Un placer pasar.. Te devuelvo el gest.O°..
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