RECIEN
(TE) ROBO
O cómo
la literatura se volvió mi amante/madre
La clase de Didáctica de la Lengua y la Literatura acabó
temprano. Luz dijo que iba al consultorio médico, que la acompañara y después tomáramos juntos el colectivo. No,
le digo, te espero acá, sentado en el pasillo. Ella no sabía, pero yo, desde
afuera, oía la clase que un profesor que no conocía daba a extraños de no sé
qué carrera. Hablaba, tras la puerta vidriosa, de Foucault y el nacimiento de
la prisión. Yo lo oía todo y me temblaban de alegría los ojos. A los pocos
minutos, volvió Luz, y yo la acompañé, girando el cuello de modo inverosímil
para llevarme dos palabras más del hombre.
Es que mamá no me contaba historias. Yo las
oía en la tele, en una canción de cuarteto, en lo que un tipo-mientras compraba
tomates-le contaba al verdulero. Supongo que mi niñez careció de la palabra
adulta, de esa contadora, armadora del globo terráqueo que le invade a uno la
conciencia desde pequeño. Nadie me dijo quién era yo ni por qué rayos un buen
día aparecí en el planeta. Las cosas alrededor acontecían y me atravesaban y yo
no les sabía el nombre. Era un niño que imaginaba
lo bueno y lo malo, peor no lo sabía.
Un día me hablaron de un dios de nombre extraño. Se llamaba con Y y con H y con
V. Lo abarcaba todo; hasta al lenguaje. De él tuve que aprender mi nombre y mi
sentido, para qué mis pies y mis vientos y mi melancolía contra la tarde herrumbrada
de la sombra de los palos borrachos ¡cómo lo amé! ¡qué rientes hemos sido
juntos! Pero ya está dicho que uno sólo ama aquello que destruye. Tuve que
matarlo. Lo amé hasta volverme su asesino más dulce. Y lo mato cada día-como un
pan mío de hombre humano-baldosa a baldosa. Y matarlo fue como quitarme el
nombre y quedarme de nuevo con la cabeza desnuda. Y sin pelos. Y no acostumbro
usar sombrero. Percibo antiestética mi mente bajo alguno. Yo tomé los pedacitos
de mi mente y fabriqué una choza nueva en la isla de siempre. En la única isla.
La misma a la que arribé cuando, de pequeño, mamá me privó de su teta porque
quedó embarazada de mi hermana y, según le habían contado, no era bueno que me
siguiera amamantando. Me arrebataron a mi madre, los adultos con sus historias
chuecas. Mi madre misma, ella sola, se me arrebató, se me quitó, me no dio su
leche.
Años después, en el cuarto que compartía con
mis dos hermanos, entró mamá de noche. Mi hermano menor no lograba dormirse, y
entonces mamá vino a cantarle. Era una canción para él. Mamá se la cantó a él y
a nadie más. Se trataba de Pinocho, de que estaba malherido y lo llevaban al
hospital de los muñecos. Era para el menor. Pero no pude resistirlo: la escuché
yo. La escuché toda y me la guardé para mí adentro del cuerpo y nunca más pude
soltarla ¡sí, la robé, como a mí me robaron la teta! ¡yo mismo con todos mis
ojos se la quité a mi hermano, y la disfruté y la entendí y fui más feliz que
él mientras la oía! ¡así de malo me he vuelto! Y no paro de leer y escribir y
pensar y decir palabras y libros y mundos y ex mundos y pos mundos y pre mundos
y noches y autos y dragones y paraguas.
Desde esa noche-ahora lo sé-me voy vengando y
robándole a otros lo que es de ellos, robándome las historias de los otros.